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21 diciembre 2007

OjO cOn lA tiGrEsA mOdERna


Estaba mordiendo un cuello femenino y no he podido dejar de relacionar la satisfación que eso causa a la mujer con la costumbre de las bestias de atacar a sus presas justo allí, donde es mortal la mordida.

Se me cruzó por la cabeza que quizás halla cierta relación perversa entre ese placer y alguna ancestral simbiosis con la muerte; cierta fascinante y sexual excitación ante la mordida final.

No es que quiera aquí poner a la mujer al lado del lobo o la hiena; que se puede, se puede -dicho ésto con total sumisión a sendas fieras-, sino que me ha llamado poderosmente la atención ese paralelismo.

Sabido es que las hembras de casi todos los tipos de mamíferos dan batalla antes de entregarse al macho que las servirá. Lo obligan a dar muestras de idoneidad en, a saber:
Carrera de velocidad, Carrera de resistencia, lucha cuerpo a
cuerpo, ferocidad controlada (tampoco es que se matan, son
demasiado inteligentes para perderse del postre).

Eso les asegura descendencia idónea, claro. No sea que el muchacho esté algo flojón y le dé a la señora tigresa unos tigresitos tristes inútiles para cazar y fáciles de aniquilar por sus enemigos.

Ahora, dónde encaja ese placer tan femenino que, al punto de hipnotizarla, torna debil a la más aguerrida y distante mujer?

Como toda fiera, la mujer necesita ser domada, sometida. A la violencia de otrora, cuando el hombre de las cavernas la golpeaba para llevársela a la cueva, la ha sustituido la seducción; una suerte de match-à-mort de más o menos refinados trucos, según clase y condición, donde se miden las fuerzas de los oponentes y el macho debe prevalecer, ya sea como activo predominante o bien, hoy por hoy, como pasivo que no se acobarda ante los embates de la tigresa de ocasión.

El mundo ha cambiado, estimados machos. Enhorabuena!

Y ese sometimiento deseado pero jamás revelado, yaciente en lo más profundo de nuestra animalidad, aflora, me parece ver, en el cuello de la dama que puede resistirlo todo con la mejor cara de poquer menos, menos unos dientes deseos de carne hincándose suevemente en su cuello.

Esa bárbara costumbre bárbara, animal como ninguna, le recuerda a los genes femeninos que, más allá de satin, champagne, chocolates finos, música y bellas palabras hay dos mamíferos y una sola cópula.

Esa que a la postre, casi siempre, procrea; y nos tiene aquí.