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17 mayo 2008

OjO a nUesTrOs eStaDOs aLtEradOs


Ayer tomé dos taxis.

Fuimos con mi alumno de español -un hombre inglés llamado Mark que vive ahora en Buenos Aires con su pareja argentina, Lili- hasta el departamento que está remodelando en el Barrio de Palermo.

Es habitual que tengamos la clase mientras él hace algunas compras o diligencias. Nos encontramos, como siempre, frente a la productora de TV y cine POL-K (un lugar donde todos miran a los otros tratando de identificarlo como alguna estrella vernácula) y allí tomamos nuestro primer taxi.

El taxista no espero a que termináramos de subir que ya estaba bromeando acerca de los colores -similares a los del club Boca Juniors- de la pequeña mochila en la que mi alumno llevaba algunas cosas para los obreros que refaccionaban su nuevo departamento. El hombre no paró de hablar, incluso en mal inglés una vez que notó el acento de mi acompañante.

Que cómo ve Buenos Aires, que dónde le gusta más, que cuando llegó y se va... Su simpatia desbordante hizo de un viaje de 20 cuadras una verdadera eternidad. Lo que no es ninguna virtud, digamos, pero tampoco es tan malo. Sólo su impertinente curiosidad latina podía incomodar un poco. Porque uno lo último que quiere en un viaje en taxi es contestar preguntas.

Si hasta hubo que decirle dónde doblar.

Terminada nuestra tarea de delivery, una vez salidos del departamento en ruinas (Dios quiera acaben algún día y sea habitable, habrá pensado mi alumno el inglés al ver esa verdadera émulación de bombardeo iraquí en que han convertido su inversión porteña), decidmos tomar otro taxi, para ir definitivamente al bar donde terminaríamos nuestra charla-clase de español café por medio, como es nuestra costumbre.

Contrastante, este segundo taxista manejaba mejor el silencio que su vehículo de trabajo; parco, adusto... apenas si expresaba cierto fastidio con una sutil exhalación ante algún colega que le trabase el paso o peatón mal cruzado de vereda.

Y yo, que ni amo el silencio ni aplaudo la verborragia, me detuve un minuto a pensar cómo es que nos vamos haciendo lo que somos, los que somos, a medida que una tendencia se va imponiendo sobre la otra.

Del payaso al amargo; del impertinente al insípido... apenas si hubo uno minutos y unas calles de distancia. Y un mismo oficio como denominador común.

Algo podemos descartar de plano: no es el taxi ni la calle la que impone su impronta. Ni aun los pasajeros.

Es que conviven en nosotros una multitud de personajes, estados anímicos, maneras de reaccionar ante la misma cosa... Y es que vamos andando un camino, diverso cada vez que decidimos o nos dejamos arrastrar hacia alguna de éstas variables del ser: La risa, el rezongo, la mueca fastidiosa, la indiferencia -sana o no-...

Qué distancia separará al payaso del osco... Sseguramente muchas muecas, muchos resoplidos y quejas y muchas risas y humoradas.

Uno dejó que ganara el payaso; el otro que venciera el tanguero, por decirlo a tono con el barrio -y la ciudad!- donde todo esto sucedía.

Esa distancia es la misma, exactamente, que la que separa al reflexivo que vió ésto de los cientos que han tomado estos dos taxis un mismo día y ni han notado esa otra distancia recorrida, seguramente preocupados por otras cosas; cosas que este reflexivo ni siquiera habrá sabido preocupar quizás jamás.

Hombre, toma tu camino. El que más te plazca.
Pero lleva a destino tu taxi y tu pasaje

Ciao.